Estaban ahí, las sombras, desde el principio. ¿Desde el principio? ¿Qué principio? No lo sé, pero otra vez, aparecieron de repente.
– ¡No! No te asustes… no las ataques. Solo mira hacia otro lado y se irán – le dije.
– ¿Al horizonte? – y alzó la mirada
– No, allí hay más. Mira a tus pies, a mis pies, a un punto en tierra firme – y bajé mi mirada.
Mis zapatos estaban viejos y sucios. Con los cordones deshilachados y embarrados. Con la puntera despegada y la lengüeta agujereada. Con los calcetines, gastados, asomando por los dos boquetes del empeine.
– No. Levanta la mirada. ¡Levanta la mirada! Mírame. ¡Mírame a los ojos!
Y los miré, aterrado por mi desafío a las sombras, alcé la mirada. Y sus ojos eran azules y verdes y grises. Eran cristalinos, transparentes y de todos los colores. Todo estaba en ellos., como dos espejos mirando enfrentados al universo. Estaba yo y estaban las sombras, corriendo asustadas. Estaba ella. Y estaban los demás. Estaba ayer y estaba mañana. Estaba ahora y luego. Aquí y nunca. Estaban mis manos temblorosas y mis pies en el suelo. Y estaban sus manos, fuera y dentro de sus ojos, que agarraban a las mías sosteniéndolas más firmemente que el suelo a mis pies. Y estaban todos y cada uno de los vellos de mi cuello que se relajaban con el perfume que me llegaba con sus susurros: “no están” decía, ” se han ido”.
Pero ellas seguían fuera. Las sombras. Seguían ahí, nunca se iban y aún creía seguir escuchándolas escondidas en silencio.
– Van a volver.
– Shhh – y sus dedos se entrelazaban con lo míos.
Van a volver…
A. Irles
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